Cuando desde el diseño tratamos el tema del mal, del diseño del mal, lo solemos hacer desde una visión esencialista y objetivista. Abordamos la cuestión poniendo el foco de la reflexión en el objeto diseñado, en aquello que lanzamos al mundo. Nos sentimos responsables (a veces culpables) de aquel producto que hemos ayudado a construir y que ahora está arrojado al uso, puesto en acción. Nos planteamos dudas sobre si el producto
Tu reflexión y el tema del mal me ha resonado mucho, y coincide con que estoy leyendo «El efecto Lucifer», del psicólogo Philip Zimbardo (el responsable del fallido experimento de la cárcel de Stanford). Él establece una responsabilidad colectiva en la aparición del mal, y no es tanto que haya «manzanas podridas» que corrompen sino que el propio contexto y el entorno social en el que se establecen relaciones es el que genera esa corrupción.
Tal vez va en la línea de lo que dices: el hecho de dar prioridad a vernos como profesionales que «solucionan problemas», que crean procesos más óptimos, que ejecutan con precisión... Basar el valor de nuestro trabajo en la eficiencia nos ha podido «insensibilizar» un poco en nuestra profesión (¿una consecuencia de la «profesionalización»?). Esto, en sí mismo, creo que solo es un problema cuando lo ponemos en el centro de nuestro trabajo, cuando nos autodefinimos desde LO QUE hacemos en lugar de posicionarnos en PARA QUIÉN lo hacemos (no de palabra, sino de convicción).
No sé si será por la Psicología pero siempre he considerado fundamental la dimensión emocional de los productos y servicios que diseñamos, y procuro ser consciente para no perder esa «sensibilidad». Si no hacemos que las personas se sientan bien (o mejor) con lo que diseñamos, si no ayudamos a crear o fortalecer nuestros vínculos humanos, creo que perdemos buena parte de lo que hemos venido a hacer aquí.
Muchas gracias por este nuevo Honos, amigo Máximo.
Tu reflexión y el tema del mal me ha resonado mucho, y coincide con que estoy leyendo «El efecto Lucifer», del psicólogo Philip Zimbardo (el responsable del fallido experimento de la cárcel de Stanford). Él establece una responsabilidad colectiva en la aparición del mal, y no es tanto que haya «manzanas podridas» que corrompen sino que el propio contexto y el entorno social en el que se establecen relaciones es el que genera esa corrupción.
Tal vez va en la línea de lo que dices: el hecho de dar prioridad a vernos como profesionales que «solucionan problemas», que crean procesos más óptimos, que ejecutan con precisión... Basar el valor de nuestro trabajo en la eficiencia nos ha podido «insensibilizar» un poco en nuestra profesión (¿una consecuencia de la «profesionalización»?). Esto, en sí mismo, creo que solo es un problema cuando lo ponemos en el centro de nuestro trabajo, cuando nos autodefinimos desde LO QUE hacemos en lugar de posicionarnos en PARA QUIÉN lo hacemos (no de palabra, sino de convicción).
No sé si será por la Psicología pero siempre he considerado fundamental la dimensión emocional de los productos y servicios que diseñamos, y procuro ser consciente para no perder esa «sensibilidad». Si no hacemos que las personas se sientan bien (o mejor) con lo que diseñamos, si no ayudamos a crear o fortalecer nuestros vínculos humanos, creo que perdemos buena parte de lo que hemos venido a hacer aquí.
Muchas gracias por este nuevo Honos, amigo Máximo.