Honos 146. De cuando Otto Aicher interrumpió mi clase para mover un cuadro de sitio.
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Les dije a los alumnos que se distribuyeran a lo largo de una línea imaginaria que trazamos en el suelo a lo ancho de la sala Morente del Instituto. En un extremo de esa línea estaba la belleza como algo objetivo, en el otro, lo opuesto, lo subjetivo. Ellos procedieron diligentes, aunque dubitativos. La clase acababa de empezar y yo ya les planteaba preguntas casi imposibles de responder. No importaba, no había respuestas erróneas, era solo un ejercicio para entonar la sesión y calentar el ambiente. Como era de esperar, la mayoría se dispuso del lado de lo subjetivo: somos hijos de nuestro tiempo. Mientras cada uno daba razones para justificar el lugar decidido y daba un ejemplo de belleza, yo, sin perder la atención sobre ellos, pero sin tampoco poder evitarlo, encontré uno de mis huecos.
Honos 146. De cuando Otto Aicher interrumpió mi clase para mover un cuadro de sitio.
Honos 146. De cuando Otto Aicher interrumpió…
Honos 146. De cuando Otto Aicher interrumpió mi clase para mover un cuadro de sitio.
Les dije a los alumnos que se distribuyeran a lo largo de una línea imaginaria que trazamos en el suelo a lo ancho de la sala Morente del Instituto. En un extremo de esa línea estaba la belleza como algo objetivo, en el otro, lo opuesto, lo subjetivo. Ellos procedieron diligentes, aunque dubitativos. La clase acababa de empezar y yo ya les planteaba preguntas casi imposibles de responder. No importaba, no había respuestas erróneas, era solo un ejercicio para entonar la sesión y calentar el ambiente. Como era de esperar, la mayoría se dispuso del lado de lo subjetivo: somos hijos de nuestro tiempo. Mientras cada uno daba razones para justificar el lugar decidido y daba un ejemplo de belleza, yo, sin perder la atención sobre ellos, pero sin tampoco poder evitarlo, encontré uno de mis huecos.